Época: Imperio ProtoBizanti
Inicio: Año 600
Fin: Año 717

Antecedente:
El Imperio Proto-Bizantino



Comentario

El último siglo de la historia protobizantina fue extremadamente convulso desde cualquier punto de vista, y muy especialmente desde el político y militar. Y sin embargo fue decisivo para la historia del Imperio, configurándose a lo largo de él las características esenciales del Bizancio altomedieval, tanto en lo que se refiere a su extensión territorial, como a su estructura político-administrativa y homogeneidad cultural helénica y cristiana ortodoxa. Para ello sería ciertamente decisiva la pérdida de las provincias orientales menos helénicas y ortodoxas ante el avance del Islam, cuyo desafío por un momento amenazó hasta la supervivencia del mismo Estado, y de todos modos le obligó a abandonar para siempre sus aspiraciones de restauración ecuménica, que habían caracterizado el periodo llamado protobizantino.
Desde esta perspectiva, este siglo de transición admite una subdivisión esencial entre el reinado de Heraclio (610-641) y el de sus sucesores. El primero todavía estaría dominado por las problemáticas interiores y exteriores del Imperio protobizantino, aunque al final vería el comienzo del decisivo y letal desafío islámico. Los convulsos tiempos de sus sucesores Constante II (641-668), Constantino IV Pogonato (668-685), Justiniano II Rinotmeta (685-695 y 705-711), Leoncio (695-698) y Tiberio III (698-705)- verían la épica defensa del núcleo helénico y ortodoxo del Imperio ante la marea islámica y también eslava, de la que saldría un Imperio diferente, muy disminuido pero vivo, más homogéneo y mejor organizado para superar cualquier nuevo ataque externo.

Cuando se produjo la usurpación victoriosa del trono por Heraclio la situación militar del Imperio era crítica, atacado en los Balcanes por los eslavos y ávaros, y en sus provincias orientales por los persas. Durante los primeros diez años de su reinado Heraclio bastante haría con resistir y mantener a salvo la capital. Mientras tanto las bandas eslavas y ávaras saqueaban a conciencia los Balcanes, llegando en sus correrías hasta Creta y las mismas puertas de Tesalónica y Constantinopla. De forma que sólo las zonas costeras permanecerían bajo control imperial, mientras en el interior comenzaba ya irrefrenable el asentamiento de grupos de campesinos eslavos. Más organizado, el ataque de los persas sasánidas representaba un desafío más convencional y peligroso para el Imperio. Contando con el apoyo de una parte de la población de las provincias orientales -de religión monofisita o cansados del desgobierno y presión fiscal imperiales-, muy especialmente de las comunidades judías fanatizadas por varias sucesivas expectativas mesiánicas apocalípticas, las tropas sasánidas se apoderarían de casi todas las provincias orientales del Imperio: en el 614 de las simbólicas Jerusalén y Palestina, en el 615 de una buena parte de Asia Menor, y en el 613 de Egipto, vital para el avituallamiento de Constantinopla.

La reacción de Heraclio se demoraría hasta principios de la segunda década del siglo. Esencial para el contraataque bizantino fue la firma en el 619 de una paz con el jagán de los ávaros, que posteriormente sufrirían una derrota definitiva en el 626. Libre así de la presión militar balcánica, Heraclio pudo iniciar una arriesgada pero inteligentísima contraofensiva frente a los persas con lo mejor del ejército de maniobras. En lugar de proceder a una penosa reconquista provincia por provincia, Heraclio optó por atacar el mismo corazón del Imperio sasánida, viviendo sobre el suelo del enemigo y reclutando allí mismo nuevos soldados. Para ello procedió a construir un dominio inexpugnable en las altas tierras de Armenia, desde donde hostigar y realizar ataques en profundidad sobre el enemigo a partir del 627. Las sucesivas y muy severas derrotas del ejército de campaña sasánida producirían de inmediato disensiones en la Corte y en los generales sasánidas. En el 628 el hasta hacía poco victorioso shasansha Cosroes era asesinado, sucediéndole su joven hijo Kovrad en medio de la general descomposición del muy feudalizado Estado persa. El nuevo rey sasánida optaba así en el 630 por ponerse bajo la protección de Heraclio para salvar un resto de poder central, comprometiéndose a abandonar de inmediato todas las conquistas realizadas por su padre en las provincias orientales del Imperio bizantino.

Un tan rápido cambio de la fortuna no dejó de crear perplejidad y extrañas expectativas entre los contemporáneos y protagonistas de la misma. La guerra persa desde muy pronto había asumido ciertas características religiosas y hasta apocalípticas en cierta propaganda tanto judaica como cristiana. A lo que contribuyó ciertamente tanto la toma de Jerusalén, el despojo de la Vera Cruz y la matanza de cristianos palestinos, como la posterior represión imperial y la solemne devolución del sagrado símbolo cristiano por un Heraclio triunfante el 21 de marzo del 630. La derrota final del secular enemigo, tras una guerra final angustiosa, culminaba una situación de hostilidad de hacía varios siglos. Por primera vez desde Alejandro Magno un soberano helénico dominaba toda la ecumene oriental, pero esta vez era un emperador cristiano. En estas circunstancias no resulta extraño que una persona dada a ciertas especulaciones astrológicas como era Heraclio no diera pábulo, y él mismo pudiera llegar a creerse, que encarnaba la final profecía escatológica del Emperador cristiano del Fin de los tiempos, que habría de preceder de inmediato al Anticristo y a la segunda venida de Jesucristo. Y bajo esta perspectiva ciertamente habrían de entenderse las dos decisiones tomadas por Heraclio en materia de religión.

Bajo estos temores y esperanzas escatológicas debió decretarse hacia finales del 631 el bautismo forzoso de todos los judíos del Imperio. Medida que sabemos que se hizo efectiva para el norte de África el día de Pascua del 632. Decreto antijudío que tendría hondo impacto en otros Estados cristianos, como sería el caso del Reino franco, donde Dagoberto haría otro tanto hacia el 632-635. Naturalmente que si Heraclio deseaba la desaparición del judaísmo con mayor motivo tenía que buscar la unidad de todos los cristianos, acabando con el grave problema del Monofisismo. Para ello, como en tantos otros momentos de la secular querella cristológica, el poder político trató de buscar una vía intermedia entre ambas posturas extremas. Ésta se encontró en una nueva doctrina surgida en las provincias orientales que al tiempo que afirmaba la existencia de dos naturalezas en Cristo defendía la presencia de una sola voluntad, doctrina que contó con el entusiástico apoyo del patriarca de Constantinopla, Sergio. Sin embargo, al aparecer las primeras resistencias -personificadas en el campo de la ortodoxia por el monje y patriarca de Jerusalén, Sofronio- el emperador se vería obligado a usar la fuerza para imponer la nueva doctrina. Fruto de la cual sería el edicto que bajo el nombre de Echtesis trató de imponer en el 638 el Monotelismo en todo el Imperio. Sin embargo la forzada unidad sería rechazada por monofisitas y ortodoxos, encontrando finalmente la oposición del papa Honorio.

El edicto de unión religiosa se habría ya tomado en una situación mucho menos halagüeña que el del bautismo forzoso de los judíos. Dos años antes, el 20 de agosto del 636, la batalla del río Yarmuk señaló el principio del fin del Imperio bizantino en tierras sirias ante la incontenible marea islámica. Dos años después el califa Omar entraba en la ciudad santa de Jerusalén, tras una resistencia encarnizada dirigida por el patriarca Sofronio, que se vio falto de ayuda imperial. Tras destruir lo que quedaba del Reino sasánida la ofensiva islámica sobre Bizancio se reanudaría al año siguiente, ocupando la Mesopotamia romana e invadiendo la estratégica Armenia. En 640 se iniciaba la conquista islámica de Egipto, donde el invasor Amrus encontraría si no el apoyo al menos la indiferencia de una población copta enemistada religiosa y fiscalmente con el Imperio y con sus odiados representantes. Alejandría, el símbolo del Egipto griego y ortodoxo, caía definitivamente en poder de los árabes en el verano del 646. Mientas que a partir del 647 se iniciaba la serie de campañas de saqueo árabes sobre las provincias centrales y occidentales anatólicas, la construcción de una armada árabe por el califa Moavia en el 649 permitía al Islam presentar también sobre el vital mar un desafío total al Imperio. Tras la derrota de la flota bizantina en el 655 sólo las dificultades interiores del Califato permitieron un cierto respiro a Constantinopla, que se concretó en el tratado de paz del 659, en virtud del cual las deficitarias arcas imperiales se comprometían a pagar un tributo al Califa.

La paz del 659 se había logrado también gracias a una cierta restauración de la situación en el interior de la Corte imperial. Los últimos años del reinado de Heraclio se habían visto también ensombrecidos por una querella dinástica y familiar, surgida de las ambiciones de su segunda esposa, su sobrina Martina, que deseaba ver suceder en el trono a su hijo Heracleonas, en detrimento del hijo mayor de Heraclio, Constantino III. La solución dada al conflicto por el anciano emperador tal vez fuera la peor: que le sucedieran ambos. Fallecido a los pocos meses Constantino III, la hostilidad de amplios sectores de la aristocracia y del ejército lograron en septiembre del 641 la destitución de Heracleonas y de su ambiciosa madre, siendo elegido emperador el adolescente Constante II, hijo de Constantino III, cerrando así la crisis sucesoria e inaugurando un periodo de estrecha colaboración entre emperador y aristocracia senatorial.

El nuevo emperador pudo también beneficiarse de la sordina puesta a las discusiones religiosas por la pérdida de las provincias orientales, las más fieramente monofisitas, y por la desaparición del exarca africano Gregorio -que había apoyado su particularismo africano en la Ortodoxia radical- en una batalla contra el invasor islámico en el 647. En el 648 el gobierno imperial promulgaba un nuevo edicto religioso, conocido como Typos, por el que se prohibía cualquier discusión futura sobre las debatidas cuestiones cristológicas. Sin embargo, la suerte del nuevo intento cesaropapista no sería mucho mejor que la de sus congéneres anteriores. La resuelta oposición del papa Martín a todo compromiso (Sínodo de Letrán del 649) serviría para vehicular la rebelión autonomista de la Italia bizantina bajo el liderazgo del exarca Olimpio, contra un poder central muy debilitado, y que duraría hasta su muerte en el 652 y el destierro a Crimea del Papa (653).

La rebelión de Olimpio y las graves pérdidas territoriales en Oriente -en el 663 se reanudaron las incursiones islámicas en Asia Menor- pondrían por un momento los problemas occidentales en un primer plano al gobierno de Constante II. En el 663 el emperador tomó la sorprendente decisión de trasladar su capital a Occidente, a la más segura Siracusa, en Sicilia. Decisión tal vez precipitada que no tenía del todo en cuenta el proceso de progresiva independencia de las posesiones imperiales en Italia, y del peso que para éstas suponía el sostenimiento de la Corte. El 15 de septiembre del 668 una intriga palaciega ponía fin a su vida.

Los años del reinado de su hijo y sucesor Constantino IV resultarían decisivos para la suerte del ya Imperio Bizantino. En primer lugar la conflictiva cuestión religiosa fue definitivamente zanjada en el VI Concilio ecuménico de Constantinopla (7.11.680-16.9.681). En él se declaró como dogma la postura de los ortodoxos radicales, inmensamente mayoritarios en Occidente y en lo que quedaba de los Balcanes y el Asia Menor bizantinos. En segundo lugar, unos pocos años antes, en el 678, los bizantinos habían logrado su primera gran victoria sobre el Islam; al lograr rechazar, en parte gracias al descubrimiento del famoso fuego griego, un poderoso y anfibio ataque del califa Moavia sobre la misma Constantinopla, que se había iniciado en el 674. La derrota obligó al Califa a firmar una paz de 30 años, con el compromiso del pago de una indemnización anual. La detención del avance islámico permitiría así al Imperio asimilar nuevas pérdidas en los Balcanes, causadas por nuevas penetraciones eslavas al calor de la invasión trasdanubiana de un nuevo reino búlgaro. Lo que llevó a la formación definitiva de un Estado eslavo-búlgaro en el territorio de la antigua provincia de Mesia, entre el curso del Danubio y las cadenas montañosas balcánicas. Con ello se configuraba ya la situación política típica de los Balcanes de la alta Edad Media bizantina.

La detención del avance islámico en Asia Menor y en el Egeo no parece que pueda separarse de la adopción por el Imperio en estos difíciles años de una nueva estructura administrativo-militar, que se conoce con el nombre de Reforma Temática. En líneas generales ésta consistió en romper definitivamente con la vieja separación entre gobierno civil y militar en la administración provincial, heredada de los tiempos de Diocleciano, continuando el camino marcado con los predecesores de Justiniano y de Mauricio. De esta forma las viejas provincias y sus funcionarios perderían casi todas sus atribuciones, subsumidas en unos nuevos poderes y circunscripciones de funcionalidad fundamentalmente militar: los Temas. Éstos recibían su nombre del cuerpo de ejército allí acuartelado, confiando a su comandante -que recibía el nombre de estratego- todos los resortes de poder fiscal y judicial necesario para el sostenimiento del ejército y la defensa en profundidad de la nueva circunscripción territorial a él confiada. Esta militarización y descentralización administrativas, a la par que nueva defensa en profundidad del Imperio, aparece ya configurada en sus líneas maestras en el 687; fecha para la que se testimonian ya los grandes Temas primitivos de Tracia (Balcanes), Opsiquion, Anatólicos y Armeniacos (Asia Menor), y de los Carabisinos (para los distritos marítimos del Egeo). Al mismo tiempo que esta reforma administrativa y militar se produciría otra fiscal, consistente en acabar con el carácter equiparable y adicionable del impuesto personal y del fundiario (capitatio-iugatio). Al desligar el primero del segundo se eliminó la causa principal de la sujeción del campesino a la gleba que trabajaba, permitiendo en el futuro el surgimiento de un campesinado libre, recreado en los Balcanes por las mismas penetraciones masivas de eslavos y con una activa política de traslado de poblaciones. Situación que en parte se pudo ya ver reflejada en la famosa Ley agraria (nomos georgikós), algunos de cuyos capítulos pudieron haberse redactado a finales del siglo VII.

Desgraciadamente para el Imperio los últimos años del reinado de Constantino IV se vieron nuevamente ensombrecidos por una crisis familiar y dinástica, reflejada en su conflicto con la nobleza senatorial y militar que prefería un poder imperial compartido entre Constantino IV y sus hermanos Heraclio y Tiberio, que serian depuestos y castigados con el corte de la nariz. Esta peligrosa vía autocrática sería continuada por su ambicioso hijo y sucesor, Justiniano II. La negativa reapertura de la guerra con el Califato a partir del 691 y una clara política fiscal acabarían así con el estallido de una rebelión en Constantinopla en el 695, que llevó al trono al general Leoncio y al destierro a Justiniano II, al que se cortó la nariz. Entre tanto el emperador había incoado las raíces del distanciamiento entre la Iglesia griega y la latina con la celebración de un nuevo concilio ecuménico en el 691-692. Éste, que se conoce por el lugar en que se celebró como in Trullo, buscando la unificación disciplinar y litúrgica entre ambas iglesias consiguió lo contrario, al permitir el matrimonio de los presbíteros y prohibir por judaizante el tradicional ayuno romano. El rechazo de estas decisiones por el Papado contribuyó a la enajenación de buena parte de lo que restaba de la Italia bizantina respecto del gobierno imperial.

El golpe de Estado del 695 rompió el equilibrio recientemente logrado en un Imperio reducido, pero homogeneizado territorialmente, permitiendo así la reanudación de la ofensiva militar islámica. La caída de Cartago en el 697 pudo ocasionar la rebelión de la importante flota militar bizantina, que llevó al trono al almirante Apsimar, que cambió su nombre por el de Tiberio II. Sin embargo, en el 705 el desterrado Justiniano II con el apoyo de un ejército bárbaro de búlgaro-eslavos y jázaros, conseguía reconquistar el poder. Durante seis años Constantinopla vería y padecería la venganza del emperador. Mientras se reanudaba un nuevo y peligrosísimo ataque árabe anfibio, que sólo terminaría en el 717 con la salvación definitiva de la capital del Imperio. El Bizancio medieval había comenzado.